15 enero 2010

Haití chéri


Trabajé dos años y medio en Haití, entre 1995 y fines de 1997, cuando todavía creía en la sinceridad de UNICEF y en la posibilidad de cambiar algo en ese país. Hoy, al ver los edificios de Port-au-Prince aplastados por el terremoto, cientos de cuerpos inertes en las calles y los brazos y piernas de la gente agitándose debajo de los escombros, no sé si sentir dolor o rabia.

Es un lugar común decir que Haití es el país más pobre del hemisferio, y lo es, aunque en algunas estadísticas compite de cerca con Honduras, Nicaragua y Bolivia. Los males de Haití los enumeran en estos días los diarios y las cadenas de televisión. Es como si el terremoto de 7.0 grados hubiera hecho caer una cortina que mantenía al país escondido de la vista de los demás.

Los relatos dramáticos de que ahora no hay ni electricidad ni agua en Puerto Príncipe, y que los teléfonos no funcionan por el terremoto, tienen un eco irónico para quienes hemos vivido allí: nunca ha habido en realidad un servicio garantizado de electricidad, agua potable, o telefonía.  El Estado ha sido siempre un  pésimo proveedor. En todas las casas de quienes pueden permitírselo hay generadores de electricidad o series de baterías para hacerle frente a los cortes de luz muy frecuentes, que pueden durar dos o tres semanas como si nada. Cada quien tiene que resolver su problema de aprovisionamiento de agua porque la ciudad capital no tienen un servicio decente. Las líneas de teléfono están siempre congestionadas, no necesitan un terremoto para eso.

Estoy convencido de que la peor calamidad de Haití, ayer y hoy, es su clase política gobernante. Papa Doc, Aristide, Cedras o Preval, son la misma cosa desde el punto de vista de la administración del Estado: una desgracia.  Cuando viví en Haití algunos colegas de trabajo decían que las cosas funcionaban mejor en tiempos de Papa Doc, claro, a punta de represión de los tonton macoute. No creo que haya que añorar esos tiempos oscuros del doctorcillo siniestro que se erigió en dictador, pero lo triste es ver que la condición democrática no ha traído mejores resultados al país.

En las actuales circunstancias de tragedia y desolación, el pueblo haitiano es huérfano como siempre.  No tiene gobierno. Todos los corresponsales de medios de difusión presentes en Haití lo dicen: no hay gobierno, no aparece, no está en ninguna parte, no existe.  Pa genyen, en creole.

Veo en los medios de difusión imágenes de lugares conocidos que apenas reconozco. No es difícil reconocer el Palacio de Gobierno cuando uno ve esa torta de merengue aplastada que muestra la televisión, pero en cambio en el desorden de escombros del Hotel Montana o de la calle Delmas, me cuesta recobrar la memoria de esos y otros lugares en los que estuve tantas veces.

Pienso en algunos amigos haitianos, de quienes no he podido saber todavía. Pienso en Arnold Antonin, el cineasta y director del Centro Petion-Bolívar. Pienso en Gary Víctor, el narrador y novelista.  Pienso en mis colegas de entonces en UNICEF: Claudette, Evelyne, Monique, Colette, Joel, Dominique, el grupo de teatro popular...  Pienso también en Gérard Barthelemy, quien si viviera estaría sufriendo por ese Haití que adoptó con el intelecto y el corazón.  Y en Tiga, Wilson Bigaud, Prefet Duffaut, Alexandre Gregoire, Andre Pierre y otros grandes artistas que conocí, algunos ya fallecidos.  Pienso en Mimi Barthelemy, la escritora, quien desde  París seguirá angustiada las noticias de su país natal.

No cabe duda de que hay una falla geológica que atraviesa Haití a pocos kilómetros de Port-au-Prince, pero hay también una falla humana incomprensible en la clase política del pequeño país caribeño. 

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Posdata: Finalmente pude hablar con mi amigo Arnold Antonin; él y su familia están bien.