30 octubre 2010

Sexto piso

Llegamos al sexto piso en buen estado físico, pero con las advertencias que el cuerpo nos da como un jalón de orejas, mensajes a veces tan directos como una descarga eléctrica, y otras como lejanas señales de humo. En los escalones que vienen de los pisos inferiores fuimos aprendiendo que en cuestiones de salud casi todo lo que uno come hace daño.

Desde que heredé una hipertensión arterial supe que no debo consumir mucha sal, mejor sería si pudiera suprimirla por completo porque es sabido que el cloruro de sodio es el peor enemigo de la presión alta, además de que daña los riñones. Allá abajo en el cuarto piso me dijeron que para contrarrestar el sodio me convenía consumir almendras, brócoli, espinacas, lechugas, tomates y todos los alimentos ricos en potasio y en calcio.

Luego tuve úlceras por cortesía de los cuatro años pasados en Nigeria, y aprendí que para no irritar las llagas en el estómago y en el duodeno, debo evitar la cebolla cruda, el jugo claro de manzana que dan en los aviones, la miga de pan blanco porque contiene levadura, el café y los licores, entre otros. Desde entonces el pan integral y de múltiples granos se hizo mi amigo, el té remplazó al café, pero nada pudo remplazar a los licores que de todas maneras bebo sólo de vez en cuando.  Las cápsulas de omeprazol o magnesio quedaron en la gaveta del baño para ocasiones especiales, y ya no tuve que enmelarme la garganta y los dedos con el Bálsamo de Shostakovsky, un producto ruso para las úlceras, que solía comprar en la Farmacia Homeopática en la esquina de 23 y M de La Habana.

Ya en el quinto piso unos análisis de laboratorio revelaron que mis triglicéridos estaban altos, por lo que reduje la ingesta de azúcar, endulzando mi té matutino con estevia y limitando la mantequilla y las comidas grasas. Me dediqué con mayor empeño a las frutas y aprendí a comer ensaladas, por eso de la fibra, tanto que ahora disfruto comerlas tanto como hacerlas. Nunca me gustaron las bebidas gaseosas, y antes de que Evo Morales destapara cañerías con Coca-Cola, los jugos de fruta eran parte de mi alimentación, sobre todo la limonada de todos los días.

Uno de mis colesteroles (son varios y me confunden) dio un salto para arriba, y me obligó a moderar mi consumo de carne roja, de salchichas, de huevos y dejar las parrilladas y los mariscos para ocasiones especiales; me volví más cuidadoso con las mermeladas, los quesos curados y los helados que tanto me gustan. No fue difícil ya que la tortilla de maíz, el arroz, las pastas, las frutas, las verduras, el pollo y el pescado, eran más que suficientes para una dieta balanceada y sabrosa. Y el aceite de oliva coronó nuestros votos y anhelos, pues además de ser sano es delicioso (extra virgen, presión en frío).

En Brasil hace cinco años y en Guatemala hace tres, sufrí cólicos nefríticos con dolores de parto causados por cálculos en mis riñones (nada que ver con matemáticas, sino con piedras), pero no hice un buen esfuerzo para tomar dos o tres litros de agua al día y evitar alimentos con mucho calcio (¿no era bueno el calcio para la hipertensión?) Paradojas de la salud (o de la enfermedad): aquellos medicamentos antiácidos que tomaba para controlar la úlcera y los diuréticos que sirven para controlar la presión alta, contribuyen a la formación de piedritas en los riñones… Por donde uno lo vea, pierde.

Hasta ahí soporté bastante bien las nuevas realidades mientras avanzaba por el quinto piso; soy alguien que en general se da por satisfecho con una buena comida al día y puedo mantenerme sin problema con quesos, nueces, verduras y frutas.

Se dice que una persona sana es la que consume pocas carnes y muchas frutas, verduras, soya, pan integral, y otros alimentos naturales que proporcionan al organismo suficiente fibra y proteína para mantenerse en forma. Pero aquello de la pirámide nutricional resultó relativo con lo que pasó hace poco, cuando me convertí de una día para otro en el enemigo de los oxalatos. Un molesto cálculo en la vejiga y los análisis subsecuentes llevaron a la conclusión de que necesito, de ahora en adelante,  una dieta baja en oxalatos, pues todo indica que las piedras que mi organismo forma laboriosamente no son de calcio, sino de oxalato.

Esa palabreja no estaba en mi léxico de manera que usé internet para meterme en la red y averiguar de qué se trataba. Ahora sé tanto como un experto nutricionista y eso se reduce a que una dieta baja en oxalato significa dejar de ingerir casi todo lo que me gusta y que hasta ahora podía comer o tomar: lo poco que me quedaba para seguir sintiéndome normal.

Los oxalatos están en todas partes, son como dios, omnipresentes. Están en las dos tazas de té que tomo cada mañana, en las almendras, los pistachos, las nueces de macadamia y de la India que me gustan, y en los chocolates que forman parte de mis hábitos cotidianos.  También hay oxalatos en granos como la soya, el sésamo, el trigo y hasta el amaranto; en la estevia que uso para remplazar el azúcar, en condimentos como el orégano, la canela o la pimienta negra, en verduras como las espinacas, brócoli, pimentones, zanahorias (que se supone son buenas para la presión alta), en las aceitunas y el tomate (que era buenísimo para la próstata por su contenido de licopeno); en frutas como frambuesas, kiwi, higos, y en menor medida en naranjas, limones y papayas…

Así, con muchos oxalatos y relativo buen humor llego al sexto piso de la vida, y esto sucede en un mes especial, pues este octubre tuvo 5 viernes, 5 sábados y 5 domingos, lo cual sucede con poca frecuencia.