24 febrero 2012

Juan Carlos Gumucio, diez años


El 25 de febrero del 2002, a sus 52 años de edad, murió mi primo y colega periodista Juan Carlos Gumucio en Tarata, Cochabamba, donde se había refugiado para escribir. Murió de muerte prematura y caprichosa, nunca esclarecida. Hoy lo recuerdo porque las veces que estuvimos juntos fueron memorables.

Recuerdo en particular nuestro encuentro casual a principios de junio de 1992, en Amman, que nos hizo sentir que el mundo era un pañuelo, como se suele decir. Ni él ni yo vivíamos en Jordania, y ambos estábamos allí por unos días, pero los astros quisieron que coincidiéramos en el mismo lugar.

Acababa de ocupar mi habitación en el Hotel Intercontinental cuando sonó el teléfono y una voz, en inglés, me saludó: “Is that Juan Carlos?”. Era Tim Lewelyn, corresponsal de la BBC de Londres, que había preguntado en la recepción por “Mister Gumucio”, y le dieron mi número. Le sorprendió mi respuesta: “Juan Carlos es mi primo, pero vive en Líbano”. Pero Tim me devolvió la sorpresa multiplicada por dos: “Juan Carlos se registró hoy en este mismo hotel”. 

Le envié una botella de vino a su habitación y nos vimos esa misma noche. Había llegado a Amman para cubrir la operación de cerebro a la que fue sometido Yasser Arafat. Yo estaba en Amman por menesteres menos dignos de ser noticia: una reunión internacional de Unicef sobre el libro emblemático de la organización, Para la vida, traducido ya a un centenar de idiomas (me tocó hacer en Nigeria ediciones en hausa, yoruba, igbo y pidgin english).

Ese fin de semana nos fuimos al Mar Muerto y la pasamos muy bien frente a Israel, flotando en las aguas saturadas de sal y cubriéndonos de barro medicinal. Las fotos que conservo de esos días son un hermoso recuerdo del encuentro con Juan Carlos.

J-C –como le decían sus amigos- fue sin duda el boliviano que más lejos llegó como profesional del periodismo en la geografía del planeta. Su trayectoria durante la guerra en Irán y luego en Líbano lo convirtió en un respetado corresponsal de guerra. Arafat lo trataba con familiaridad, al igual que otros líderes políticos de Medio Oriente. Durante la guerra en Líbano, circulaba en Beirut Occidental entre las milicias exhibiendo los pases que estas le proporcionaban. Sólo tenía que cuidarse de no equivocarlos al llegar a los puestos de control.

Recuerdo otro encuentro en 1981, en New York, cuando trabajaba en la redacción de la Associated Press. No era lo suyo. En cuanto pudo se hizo nombrar jefe de corresponsales en Roma, pero no pasaba mucho tiempo allí, a pesar de que tenía un departamento precioso, con terraza, a dos cuadras de Santa María en Trastevere, donde lo visité alguna vez. La hermosa capital italiana era simplemente una base, pues J-C pasaba la mayor parte del tiempo en el frente de guerra, y en cuanto pudo trasladó su domicilio a Beirut, luego de que el periodista Terry Anderson fuera secuestrado.

Cuando la guerra recrudeció, la Associated Press retiró sus corresponsales de Líbano y le ofreció a Juan Carlos la jefatura de corresponsales en El Cairo, pero J-C prefirió renunciar y quedarse en Beirut a pesar de los riesgos.  Compró casa allí y tenía como ama de llaves a una filipina, lo cual tiene importancia por algo que contaré más adelante.

Lo contrató entonces la CBS, pero J-C detestaba eso de aparecer 20 segundos en la televisión de Estados Unidos para relatar el número de muertos o de explosiones del día. Lo suyo era el análisis, y por eso renunció a la CBS y comenzó a escribir artículos para el Times de Londres y luego El País de España.

A mediados del 2000 se cansó de todo eso y regresó a Bolivia, a Cochabamba, y para ser más precisos, a Tarata, donde al parecer escribía sus memorias de corresponsal de guerra. Nunca supe qué tanto avanzó en ese proyecto, pero me encantaría leer lo que escribió, porque su trabajo como periodista fue una gran aventura.

El lunes 14 de agosto del año 2000, recibí un mensaje de e-mail de J-C: “Unas cuantas líneas para mandarte un abrazo desde la llajta, donde aterricé hace tres semanas con la intención de hacer cosas. Confirma recepción de este mensaje y restablezcamos contacto.  Juan Carlos”  

Meses antes nos había enviado una tarjeta de invitación para asistir a la fiesta de celebración de su cumpleaños número 50, “at Tchaik and Melissa’s, Flat 2, 17 Powis Terrace” en Londres, el 6 de noviembre  del 1999. Ambos cumplíamos años con apenas una semana de diferencia –pero él era un año mayor- por lo que el signo del escorpión nos vinculaba, además del parentesco y la amistad que cultivamos esporádicamente a través de los años. Como se sabe, los escorpiones podemos ser autodestructivos y terminar clavándonos el aguijón.

En  2001 fuimos a buscarlo a  Tarata, pero no pudimos encontrarlo. Nadie pudo señalarnos la casa en la que vivía. Me quedé con la frustración de sentir que estaba muy cerca, detrás de alguno de esos muros de adobe, y jamás imaginé que no lo iba a volver a ver.

A su muerte muchos colegas de Europa y América le rindieron homenajes. Robert Fisk, quizás el más importante analista de Medio Oriente, corresponsal de The Independent, escribió: “Era imparable y amaba la vida. De hecho, después de muchas noches de juerga con J-C, me preguntaba si no la amaría demasiado. Le gustaba la buena comida, le gustaba beber -una vez más, demasiado- y le gustaban las mujeres. Viajar por Líbano con él fue una experiencia impactante.”

En The Guardian, Julie Flint escribió que a Juan Carlos “le gustaban tanto las mujeres, que se casó con cuatro, y solamente lamentaba que hubiera sido en secuencia”. 


Otro colega, Charles Glass, recuerda en The Telegraph, los gestos ampulosos y generosos del “Rey Juan Carlos”, que en el restaurante Fink de Jerusalén “pedía caviar y vodka no solamente para él sino para todos los que escuchaban sus maravillosos relatos”. Agrega Glass que la aparición de J-C en una fiesta o acontecimiento periodístico, era un evento, “como si Godot finalmente hubiese llegado”.

“Ganar su amistad era como hacerse de un hermano. Su lealtad era legendaria, pero lanzaba su desprecio hacia colegas que cometían lo que él consideraba uno de los dos pecados capitales del periodismo: alardeando de estar en peligro o escribiendo clichés sobre la guerra”, añade Glass en el obituario.     

Quizás nuestros caminos se hubieran cruzado nuevamente gracias al azar. Quizás hubiera recibido noticias de él a través de otras personas, como me pasó una vez en Nigeria, en febrero de 1994.

Llegué a Kano, en el norte de Nigeria, para cumplir con mis tareas de Unicef. Me alojé en “La Locanda”, un pequeño hostal de siete habitaciones que me gustaba porque era limpio y contaba con un restaurante italiano excelente, ambas cosas poco comunes en Nigeria, donde ni la cultura de la limpieza ni la culinaria son atributos nacionales. En este caso era posible porque el hostal y el restaurante eran propiedad de un piloto nigeriano casado con una italiana.

La primera noche de mi estadía, durante la cena, se me acercó una mujer de rasgos asiáticos y de manera cortés me preguntó de donde era mi apellido. Para no entrar en detalles le dije que de América Latina, pero ella insistió: “Sí, ¿pero de qué país? Cuando le dije Bolivia, se interesó aún más: “En Líbano trabajé en la casa de un boliviano apellidado Gumucio….” Antes de que continuara la interrumpí: “Juan Carlos”. Quedó tan sorprendida como yo por esa casualidad. Era la mujer de Filipinas que había sido ama de llaves de Juan Carlos en Beirut. 

El destino tiene sus paradojas y sus vueltas insospechadas.  Mientras escribo estas líneas recordando los diez años de la desaparición de Juan Carlos, me llega la noticia de la muerte de Marie Colvin, quien fue su cuarta esposa y también aguerrida periodista. En 2001 perdió un ojo en Sri Lanka cuando estalló una granada cerca de ella. Marie, corresponsal de guerra del Sunday Times, acaba de morir en Homs este 22 de febrero, bajo las bombas del dictador sirio Bashar Assad.  

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Yapa: