24 julio 2013

Recordando a Buñuel

Esta semana los organizadores de “Buñuel en México” me invitaron a decir unas palabras en el acto de inauguración del ciclo de películas que el cineasta aragonés dirigió durante su estadía en México. Seis películas producidas entre 1949 y 1961 han sido seleccionadas para su exhibición en el Centro Cultural de España en La Paz y en Santa Cruz, conmemorando los 30 años de la muerte de Luis Buñuel el 29 de julio de 1983.

Como la sala estaba repleta de gente que quería ver El gran calavera (1949), me limité a recordar brevemente algunas anécdotas de mis también breves encuentros con Buñuel. Lo que sigue es una versión detallada rescatada en el baúl de la memoria, porque no me es fácil olvidar la manera como lo conocí pocos meses antes de su muerte.

Un día que regresaba de comprar víveres, en la esquina de mi casa en la Colonia del Valle vi a un señor mayor, solo, caminando con ayuda de un bastón por la calle Félix Cuevas. Su rostro de ojos saltones era inconfundible, reconocí a Buñuel. Era la imagen austera de sí mismo, enflaquecido en relación con las fotos que yo conocía, y con la piel cansada que no permitía engañarse sobre su edad. Me acerqué para saludarlo y expresarle que admiraba su obra, y lo primero que me dijo es que desde hacía dos años no había salido de su casa, que esa era la primera vez para caminar hasta la oficina de correos en la calle Parroquia, muy cerca de allí.

“Estoy cada vez más ciego y más sordo”, me dijo, y añadió “tiene usted que gritar para que pueda escucharlo”. Le comenté que su última película, Ese oscuro objeto del deseo se había estrenado recién en México con mucho retraso. “Ya me han contado esto, pero no sé nada, no me preocupa, hace cinco años que no voy al cine, ya no se hacen películas buenas”.

Buñuel, por Salvador Dalí
Cuando me presenté como cineasta de Bolivia abrió aún más esos ojos saltones para decirme: “No he conocido a ningún boliviano desde que estuve exiliado en París durante la guerra”, o algo parecido.

Durante la charla en la esquina me dijo que no sabía que se hacía cine en Bolivia, y entonces le ofrecí la Historia del Cine Boliviano que se acababa de publicar, y mi libro Bolivie que había salido en Francia en la colección Petite Planete de la editorial Le Seuil. Me dio su dirección: vivía muy cerca de allí, en la Cerrada de Félix Cuevas, número 27. Al día siguiente le hice llegar los ejemplares prometidos y una tarjeta con mi teléfono.

Unos días más tarde, el jueves 16 de septiembre llamó su mujer para invitarnos a “tomar un té” con Luis. Jeanne, que en la intimidad llamaba a Buñuel “moro” (interesante casualidad porque es el apodo por el que me conocen los amigos), me hizo estrictas recomendaciones por teléfono: que Luis que estaba muy cansado, que no le gustaba recibir, que excepcionalmente quería verme durante media hora aunque ella había tratado de disuadirlo (al menos eso entendí en el tono molesto de Jeanne en el teléfono).

Para mi suerte las cosas sucedieron de otra manera, porque una vez en su casa nos embarcamos en una conversación que duró más de una hora y no en torno a una taza de té sino de varios vasos de whisky y de dry martini, su bebida favorita. Le llevé un ejemplar de Les cinémas d’Amérique Latine aunque supuse que no iba a leer ese ladrillo de 544 páginas. Mencionó que había leído unas 50 páginas de mi libro sobre Bolivia con dificultades a pesar de las lupas que tenía a mano para poder leer.  Estaba cansado de sentirse tan desvalido, sordo y ciego. Me dijo: “Antes de llegar a esto lo mejor que puede hacer uno es suicidarse”. Tuve la poca delicadeza de preguntarle cual era la enfermedad que lo aquejaba, me dijo: “Una terrible enfermedad, la vejez”.

La conversación era a gritos porque a pesar del aparato que tenía en el oído, no escuchaba bien. A raíz de mi libro sobre Bolivia había recordado cosas  que nunca las he comentado con nadie antes, porque usted es el primer boliviano que conozco”.

Buñuel me sorprendió cuando me dijo “Estamos aquí entre bolivianos”. Al ver mi cara  de perplejidad me contó que cuando la guerra civil española comenzó, él se encontraba en París, quería viajar a Alemania pero no tenía pasaporte. La única delegación diplomática que lo ayudó proporcionándole un pasaporte con un nombre falso fue la de Bolivia. Añadió que nunca llegó a usarlo y lo devolvió más adelante, pero que se sintió desde entonces agradecido hacia Bolivia.

Nunca pude verificar ese dato, pero el hecho de que así lo recordara el propio Buñuel es significativo. Le dije: “Si no hubiera usted devuelto ese pasaporte hoy podríamos decir que Buñuel es boliviano”. Nunca fue a Bolivia pero tenía la imagen de un país “tremendamente sacrificado, asediado por enemigos, no solamente el imperialismo de Estados Unidos”. 

Traté de evitar una conversación sobre cine porque sabía que a Buñuel no le gustaba el tema, pero no resistí a la tentación de decirle que mi película preferida era El ángel exterminador, a lo cual respondió con su silencio. En cambio, me contó que comenzó a hacer cine porque no pudo ser escritor y que La edad de oro (1930) fue como poner una bomba: “Ahora es una película que divierte, pero cuando la hice quise hacer un acto similar al de poner una bomba”. Me dijo que nunca veía sus propias películas una vez terminadas. Desde todo punto de vista era un ave rara en el cine mundial.

Recordó que cuando recién llegó a México lo atacaban en la prensa y lo llamaban “Buñuelo” para molestarlo. Al referirse a su apellido reconoció que era muy raro y que durante mucho tiempo él era el único Buñuel, pero que en años recientes habían aparecido otros en la guía telefónica de España, “seguramente hijos de mis mujeres clandestinas”, dijo medio en broma y medio en serio. 

Para darme un ejemplar de su autobiografía Mon dernier soupir (Mi último suspiro) escrita en complicidad con Jean-Claude Carrière, su coguionista y colaborador, me pidió que lo acompañara al segundo piso de la casa, a su dormitorio. Me sorprendió el ambiente sencillo y austero; una estrecha cama, nada de adornos, ningún otro objeto a la vista. Me hizo pensar en don Juan Lechín, que vivía con esa misma sobriedad, como un monje de claustro.

La imagen del cuarto de Buñuel me ha quedado grabada y su gesto de invitarme a su espacio íntimo lo he valorado aún más desde que leí una entrevista con Carlos Fuentes donde recuerda que a pesar de ser un cercano amigo de don Luis y de haberlo visitado regularmente cada semana durante muchos años, nunca conoció su dormitorio.

Buñuel me dedicó el libro “muy amistosamente, Luis Bunuel”, sin ponerle la virgulilla encima de la ene, quizás porque así se acostumbró a escribir su apellido en Estados Unidos. Me contó que acababan de llegarle los primeros ejemplares desde París; la edición en castellano no se había aún publicado. El ejemplar que me regaló tuvo una vida corta, me lo robaron en Morelia días más tarde, en un maletín con mi equipo fotográfico. Probablemente haya pasado por alguna tienda de libros usados y esté en manos de un coleccionista que reconoce su valor.

Tres días después de su fallecimiento, publiqué el 1 de agosto en el diario Excelsior de México algo sobre esa conversación que sostuvimos en su casa, pero no es sino ahora que pude encontrar mis notas manuscritas, tomadas el mismo día que me recibió.  

Con Gabriel Figueroa, julio 1984
Un año más tarde, a fines de julio de 1984, visité al extraordinario director de fotografía Gabriel Figueroa, que trabajó con Buñuel en siete de sus películas: El ángel exterminador, Los olvidados, La vida criminal de Archibaldo Cruz y Nazarín, entre otras. Esta última, me dijo Figueroa, es la que él prefería. Me contó también que entre los cineastas con los que había trabajado, Buñuel era el “más barato” porque no hacía más de una o dos tomas de cada plano.

Con Jeanne Rucar Buñuel fue tremendamente posesivo, según cuenta en sus “Memorias de una mujer sin piano”, pero ella lo aceptó como era y cedió en todo para acompañarlo toda la vida desde que empezaron a enamorar en 1926.

La biografía de Buñuel, que muchos autores han rescatado en sus mínimos detalles, es muy curiosa por su accidentado itinerario cinematográfico. Su primer corto lo hizo famoso instantáneamente, con el respaldo de los surrealistas que conoció en París y sobre los que en sus memorias escribió que eran todos guapos: “Belleza luminosa y leonada de André Breton, que saltaba a la vista. Belleza más sutil la de Aragon, Eluard, Crevel y el mismo Dalí, y Max Ernst con su sorprendente cara de pájaro de ojos claros, y Pierre Unik y todos los demás: un grupo ardoroso, gallardo, inolvidable”.

Cerrada Félix Cuevas, No. 27
Los surrealistas lo cautivaron porque “luchaban contra la sociedad a la que detestaban, utilizando como arma principal el escándalo”. Buñuel sentía el mismo rechazo por “las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y materialista”.

Varias veces durante mis largas estadías en México encaminé mis pasos hacia la Cerrada Félix Cuevas para ver siquiera desde afuera la casa de Buñuel, donde vivió con Jeanne 31 años, desde 1952 hasta su muerte en 1983, pero me topé siempre con una puerta cerrada y un gran silencio. Sin embargo, a principios del 2012 volví a encontrar la casa abierta, casi tres décadas más tarde, sólo que esta vez no me abrió Jeanne, ni él me invitó a un trago para brindar. Jeanne había fallecido allí mismo en noviembre de 1994, a los 86 años.

Luego de casi dos décadas de abandono y gracias a la inversión de la cooperación española (y no del gobierno mexicano como tendría que haber sido ya que el cineasta realizó en México 20 de sus 37 películas, de 1947 a 1965), la casa de Luis Buñuel volvió a abrir sus puertas, convertida en lugar de exposiciones y encuentros.

El día de la inauguración los funcionarios de la cultura mexicana estuvieron en primera fila para celebrar la ocasión con sendos discursos, aunque el mérito les era ajeno. No deja de sorprender la indiferencia en el trato que da México a quienes no han nacido en su territorio, aunque hayan vivido toda su vida en el país y hayan hecho aportes magníficos. Desde el presidente Lázaro Cárdenas, México ha sido tierra de asilo para republicanos españoles, indígenas mayas que huían del genocidio en Guatemala, o intelectuales que escaparon de las dictaduras del cono sur de América Latina, pero lo cierto es que el chauvinismo aparece siempre entre líneas en esos grandes gestos solidarios.

Buñuel se naturalizó en 1949, pero no fue asumido como mexicano “completo”, de la misma manera que no lo fue el más importante historiador del cine mexicano, Emilio García Riera, también nacido en España. A mediados de esa misma década de 1980, Emilio solía contarme cuando nos tomábamos un café en Coyoacán, que a pesar de haber vivido desde niño en México, lo seguían considerando español.

No queda nada del mobiliario original en la casa, pero para la primera muestra con que se inauguró se hizo el esfuerzo de reunir documentos sobre Viridiana, al cumplirse 50 años de ese extraordinario film: correspondencia sobre la prohibición de la película en España, el revuelo en la prensa internacional, el guión original con las anotaciones de Buñuel, abundantes fotografías y algunos objetos como el abrigo que utilizó en la película Paco Rabal y la Palma de Oro que obtuvo en el Festival de Cannes 1961, donde Jean Giono fue Presidente del Jurado, lo cual no es un dato menor.

Buñuel, Carlos Saura y Luis García Berlanga
En el jardín, a lo largo del muro perimetral de la casa, más de 20 grandes paneles con fotos y datos biográficos resumen la vida de Buñuel desde su nacimiento hasta su muerte. Hay fotografías poco conocidas tomadas de los archivos personales de Jean Claude Carrière y de otros amigos. En ese jardín se reunía Buñuel los viernes con Carlos Fuentes, quien recordaba los “buñueloni”, un cocktail de Martini que don Luis solía preparar y que “te emborrachaba en cinco minutos”. Las fotos lo muestran con André Breton, García Lorca, Salvador Dalí, Gabriel Figueroa, Carlos Saura, Hitchcock, y otros grandes de su época.

Buñuel murió hace treinta años cuando ya había hecho lo que quería hacer, no le faltó nada. Dejó una obra completa, terminada, sólida, original y sin precedentes. Se fue, pero está cada vez más con nosotros.

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Una película debe defender y comunicar indirectamente
la idea de que vivimos en un mundo brutal, hipócrita e injusto…
Debe producir tal impresión en el espectador que éste,
al salir del cine, diga que no vivimos en el mejor de los mundos.
Luis Buñuel