17 noviembre 2013

El oscuro espejo interior

Invitado por el Espacio Patiño de La Paz, participé a fines de octubre en un conversatorio sobre YvyMaraey, el largometraje más reciente de Juan Carlos Valdivia, esperado con gran expectativa desde hace varios meses porque se trata de una nueva obra de quien se ha convertido en el cineasta más novedoso de su generación. Juan Carlos participó en el panel, al igual que el cineasta costarricense Jurgen Ureña y Rafael Archondo como moderador.

No son muchos los estrenos anuales de largometrajes en Bolivia, de ahí que una obra que ha estado en gestación siete años, sobre el tema de la interculturalidad, en un contexto político y social pletórico de contradicciones, despierte un interés tan marcado.

También estuve en la Cinemateca Boliviana la noche de la première de Yvy Maraey. Volví a apreciar el film luego de algunas semanas de haberlo visto en una sesión privada, necesitaba una vez más introducirme en el discurso simbólico que propone Valdivia para hacer una lectura menos anecdótica. Esta segunda valoración del film me permitió escribir un comentario que se publicó en el quincenario Nueva Crónica y Buen Gobierno


Recordemos el argumento: Andrés, cineasta de la pequeña burguesía boliviana, enfrenta una crisis de identidad que pretende resolver a través de un viaje físico y espiritual a una zona guaraní en el sur de Bolivia, en busca de la “tierra sin mal” donde supuestamente sobreviven, aislados del mundo, indígenas originarios. En ese trayecto de exploración y búsqueda es acompañado por Yari, un evolucionado guaraní que, con un pie en el mundo de los karai (blancos), ha aprendido a desconfiar de ellos.

El contrapunto que ofrece el personaje de Yari a lo largo del viaje ayuda a mostrar no solamente el pesado fardo de contradicciones que trae consigo Andrés, sino las de aquellos guaraníes que están a medio camino de una modernidad con la que mantienen una relación conflictiva de amor y odio, pues aproximarse al mundo de los karai los beneficia de alguna manera, pero los hace parecerse a ellos, perder parte de su identidad.
Elio Ortiz (Yari) y Juan Carlos Valdivia (Andrés)
La complejidad de la trama étnica y social no es el tema principal de la película, de ahí que solamente veamos algunos guiños, como el bloqueo de los ponchos rojos en el altiplano que aparecen con su whipala para impedir que pase el jeep de Andrés. El breve y aparentemente cómico cruce de palabras entre los aymaras y el acompañante guaraní no deja de tener una carga sombría: el diálogo entre culturas no existe, solo se percibe una violencia contenida donde todos quieren marcar sus territorios. Lo mismo sucede en la doble fiesta, la de los guaraníes y la de los mestizos, donde la violencia está en el aire desde que comienza la escena y estalla previsiblemente al final, afirmando así que la convivencia no es posible. Algo más de afinidad quizás entre guaraníes y ayoreos, aunque en todo momento ellos mismos se encargan de marcar diferencias. Nadie quiere ser como el otro, salvo Andrés cuya identidad está en crisis, aunque no entiende que también está en crisis la identidad de sus interlocutores indígenas.

“Es el acto de pensar un sentimiento o son solo palabras”, se pregunta Andrés al comenzar el film. Su itinerario es un camino de exploración sobre sí mismo, antes que una búsqueda de la improbable tierra sin mal. Como su jeep, que se cubre de barro y cambia de color mientras penetra el territorio guaraní, el personaje se va impregnando de un mundo que desafía sus certezas sobre la vida, un mundo que a la vez lo fascina y le quiebra por dentro.

El texto de Andrés, aquello que escribe, corta y pega como producto de sus reflexiones, no hace sino subrayar lo que la imagen ya dice. Si bien esas imágenes de objetos simbólicos decoran con mucha belleza plástica los pensamientos de Andrés, insisten demasiado en el discurso verbal, y aunque Andrés se autoafirme como hombre de letras que escribe para pensar mejor, desde el punto de vista del espectador se percibe cierta redundancia.

“Ver con los oídos”, “hacerse palabra al hablar” y otras sentencias pedagógicas son como bloques filosóficos a los que Andrés se aferra en el esfuerzo de reconstruirse, de buscar un aplomo que perdió mucho antes de emprender el camino. Porque queda claro que lo material, la casa con 16 habitaciones, el potente jeep o la pluma Montblanc, no han sido paliativo para la soledad existencial del personaje, cuyo espíritu no es conformista.

Si la “tierra sin mal” existe más allá de la obsesión de Andrés, es como un horizonte que no cesa de alejarse cuando ya parece estar al alcance de las manos. “Sein”, el otro yo, no es el guaraní o el aymara sino realmente el otro yo de sí mismo, el yo reprimido, el yo que no ha podido mostrarse, el yo que podría aprender a vivir la diversidad sin sentir que al hacerlo pierde su propio espacio simbólico. Por eso es tan importante la escena final de Andrés perdido en la noche, caminando en medio de pantanos, solo consigo mismo, finalmente.

La experiencia del monte en los Bañados del Izozog podría ser tan traumática o reveladora para Andrés, como la selva de cemento, La Paz, para un guaraní que llega por primera vez. La noche oscura que lo rodea no es muy diferente a la que lo consume por dentro; en realidad no es la oscuridad lo que le da miedo al personaje, sino la luz que podría nacer en medio de esa oscuridad.  Miedo a descubrirse, en otras palabras. Del miedo a lo desconocido que hay en sí mismo nace la reafirmación de la identidad, esa misma identidad que simbólicamente ha sido desmontada en partes sueltas, como el jeep.

No interesa entonces si vio realmente aquello que vino a buscar, o si fue una ilusión. Su mundo ha sido desarmado en la búsqueda del otro, porque la mirada del otro cuestiona sus certezas. “Cómo sabes cómo veo yo las cosas” le dice a Andrés una niña guaraní, al abrirse y al cerrarse el film, y aquí no se trata de idealizar la mirada de ella sino de hacerse una pregunta filosófica que vale para cualquiera: ¿vemos lo mismo que los otros ven? En realidad, no es superior o inferior la mirada guaraní sino simplemente diferente.

Desde el punto de vista de la producción esta es un película muy ambiciosa, rodada en 35 mm en condiciones difíciles con un equipo de más de 40 personas. Alguna vez escuché a Paolo Agazzi decir que el cine era un pañuelo y el video un kleenex. Quizás eso estaba en la cabeza de Valdivia al darle la jerarquía de “cine” a su película, en lugar de recurrir a la facilidad de los formatos digitales. Un cineasta sobresale también por su talento cuando las dificultades de producción no se notan en el pantalla. La madurez de Valdivia y de sus productores, técnicos y actores está convalidada no solamente por una historia y un guión meticulosamente desarrollados sino por una ejecución colectiva impecable, cuyo profesionalismo deja definitivamente en el pasado frases condescendientes como “no tenía recursos suficientes”, “el lugar de filmación era muy difícil” y otras de la misma índole. No cabe duda de que tanto los actores (el propio Valdivia, Elio Ortiz y todos los demás), y los técnicos-artistas (hermosa fotografía de Paul Lumen, ambientación de Joaquín Sánchez, sonido de Ramiro Fierro y música de Cergio Prudencio), contribuyen a darle unidad a esta obra.

Hay cosas que nos pueden complacer menos que otras, eso depende del gusto de los espectadores y está muy bien que así sea. Así como me pareció estupenda la fotografía por sus audaces movimientos de cámara, sus encuadres y su apuesta plástica, no dejaron de hacerme “ruido” (para usar un término de moda) el uso excesivo del plano secuencia en cámara envolvente y algunos encuadres en los que (como en Zona Sur) se privilegian primerísimos planos propios de un estilo de televisión y poco necesarios en una gran pantalla. Pero como apunté antes, es tanto cuestión de opciones creativas como de gustos.

Este es un film sobre las arenas movedizas de la interculturalidad. En situaciones fuera del contexto cotidiano las personas se enfrentan a sí mismas con un espejo que les brinda una realidad diferente, y que no es el espejo complaciente del baño, el de todos los días. Valdivia lleva su reflexión más allá de donde la detuvo en Zona sur y para él, ambas películas, una urbana y la otra rural, son parte del mismo díptico. Incluso afirma que existe “una continuidad estética  de lenguaje”, lo cual me atrevo a descartar, porque cada una de sus películas responde a una estética propia, adecuada a la temática y a la atmósfera recreada.

La película más personal de Juan Carlos Valdivia, en la que actúa representando al personaje principal para que no quede dudas de ello, se proyecta no solamente como resultado de una etapa de madurez, sino quizás también como el anuncio de una crisis. “He muerto y he vuelto a nacer”, dice el realizador. Nada es simple en ese planteamiento. No se puede salir incólume de una experiencia de realización como esta, donde quedan preguntas por resolver que no tienen que ver solamente con la interculturalidad del ser y del sentir boliviano, sino sobre todo con el papel de un artista y de un intelectual en un país cuya diversidad vive una era de conflicto e incertidumbre, bajo un aparente barniz de afirmación identitaria.

Cuando finalmente en medio de la noche Andrés cae desde un árbol en el pantano, cae sin remedio en la profundidad del espejo de su vida, un espejo oscuro en el que se ha estado mirando a lo largo de la narración, pero siempre evitando con una sonrisa sardónica que el espejo lo atrape, se lo lleve al otro lado donde están las respuestas que estaba buscando.

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De por sí toda obra de arte busca la identidad consigo misma, esa identidad que en la realidad empírica, al ser el producto violento de una identificación impuesta por el sujeto, no se llega a conseguir. La identidad estética viene en auxilio de lo no idéntico, de lo oprimido en la realidad por nuestra presión identificadora.

—Theodor Adorno