12 julio 2015

Partió el Moro mayor

No sé por dónde empezar.  Tampoco sé por dónde terminar.  Frente a la pantalla en blanco estoy en blanco. Cada vez me cuesta más escribir sobre los amigos que se van, cada vez siento yo mismo el cansancio.  Y es quizás más fácil escribir sobre un amigo con el que uno ha compartido en diez o veinte ocasiones, que con un amigo que uno ha frecuentado un centenar de veces a lo largo de varias décadas.

Luis Ramiro Beltrán Salmón
La muerte es algo que todos esperamos, y hay casos en los que nos decimos a nosotros mismos que estamos preparados para recibirla. Pero nunca estamos realmente armados del coraje suficiente para soportar la muerte de los amigos más queridos. Estos últimos años han sido para mi experiencia personal demasiado duros. Sin ir más allá de nuestras fronteras, en pocos años hemos perdido a Ricardo Pérez Alcalá, a Líber Forti, a Jorge Ruiz, a los hermanos Raúl y Gustavo Lara, a Cecilia Quiroga, a Rubén Vargas y ahora a Luis Ramiro Beltrán, entre varios otros, para no mencionar sino a los bolivianos. Es demasiado.  Golpe sobre golpe.  Piedra negra sobre una piedra blanca, como dice el título del soneto de César Vallejo que habla de morirse un día de aguacero. No hay nada extraño en la muerte, salvo que nos vamos quedando solos. 

El tiempo se puso triste en La Paz el viernes cuando Luis Ramiro fue internado en el Hospital Arco Iris, en Villa Featima. Al día siguiente los cerros aparecieron inusualmente blancos porque el frío y el agua juntaron fuerzas en su estrategia de maravillarnos. Y ahora esos cerros siguen blancos para lastimar la retina del recuerdo.

Luis Ramiro con Nohora
Pienso en Luis Ramiro y se viene la avalancha de momentos fragmentados. Las imágenes se pelean, en desorden, para  entrar en el callejón de los recuerdos, como ovejas asustadas.  Digo “Moro Mayor” en voz alta para sentir mejor su presencia. Pocos saben que Luis Ramiro es también Moro, nuestro primer eslabón de identidad. A ambos nos pusieron Moro cuando éramos pequeños, a él su padre porque era hijo de “la morita”, doña Becha, y a mí porque llevaba ya nacido unos cuantos meses y no me habían bautizado. A falta de ser “cristiano”, seguía siendo moro. En Bolivia, mientras no se pruebe lo contrario, solo hay dos moros (además de algunos caballos), el Moro mayor que acaba de partir, y el Moro menor que se queda huérfano. Las escenas de la infancia podrían ser la más antiguas, aunque entonces no sabíamos que nuestros destinos se irían a cruzar tantas veces.

Pugna ahora por salir otro recuerdo. Veo a Luis Ramiro en el cementerio Jardín, llorando desconsoladamente y tratando de echarse sobre la fosa donde acaba de bajar el ataúd de doña Becha, su madre, a quien idolatró toda su vida. Es un día de sol, los amigos lo retienen. Doña Betshabé Salmón de Beltrán le dejó a su Morito un legado enorme. Un ejemplo de entereza y fuerza de voluntad. Su historia es otra historia, enorme, muy rica.

Algo hicimos juntos sobre doña Becha. Cuando yo dirigía CIMCA (Centro de Integración de Medios de Comunicación Alternativa) publicamos un libro sobre Feminiflor, la pionera revista feminista que ella había creado y dirigido en Oruro en la década de 1920. Y un documental: Dos mujeres en la historia.

Durante ese periodo Luis Ramiro era asesor regional de comunicación de la Unesco con sede en Quito, y cuando supo de los esfuerzos que hacíamos en CIMCA como la única institución no gubernamental de Bolivia exclusivamente dedicada a la comunicación participativa para el desarrollo, nos apoyó con un fondo semilla que nos permitió hacer muchas cosas importantes, con muy poco dinero.

Con Lupe Cajías organizamos en noviembre de 1988 el primer “Simposio internacional realidad y futuro de las emisoras mineras de Bolivia”, y lo hicimos en Potosí, donde debía hacerse, con participación de trabajadores de las radios mineras y de colegas que las habían estudiado y apoyado. Pocos meses después Lupe y yo publicamos Las radios mineras de Bolivia, el primer libro sobre el tema, recogiendo los testimonios y artículos de todos los que en aquel momento tenían algo que decir sobre la experiencia pionera de la comunicación participativa. A Luis Ramiro le debemos ese impulso.

En materia de trabajo era qonana, o sea obsesivo compulsivo. A pesar de su trayectoria y su amplio conocimiento de la comunicación, cuando tenía que preparar un artículo o una ponencia, empezaba con varios meses de anticipación recolectando todas las referencias disponibles. Su proceso de escritura era lento, ya que nunca pudo dar el salto de la máquina de escribir a la computadora, de modo que descansaba esa responsabilidad en Nohorita o en alguna secretaria que conocía un poco más que él de computación. Escribía a mano o dictaba.

Quiroga, Aliaga, Beltrán, Claure, Herrera y Arroyo
En todos los puestos que ocupó, allí donde estuvo, se esmeró en apoyar a quienes hacían cosas interesantes. Varias generaciones de colegas dedicados a la comunicación están en deuda con su generosidad. Tan generoso que yo solía decirle: “eres una chica fácil”, pues era incapaz de decir “no” a nadie. Le pedían presentaciones, prólogos, entrevistas y el siempre aceptaba, aunque ello le tomaba cada vez más tiempo y energía, y lo obligaba a postergar su principal proyecto: la investigación y libro sobre su padre, su madre y la guerra del Chaco. Yo mismo fui uno de los hinchabolas que le pidió una vez un texto de presentación, y fue tan generoso que estuvimos a punto de pelearnos cuando le pedí que rebajara los elogios excesivos que hacía de mi trabajo.

Gumucio, Uranga, Gerace, Beltrán, Díaz Bordenave y Prieto Castillo en Santa Fé (Argentina), mayo 2005
Mientras pudo sostenerse sobre sus piernas fue un seductor de hombres y mujeres, fiestero y bailarín. Su esposa Nohorita Olaya, compañera de tantos años, puede dar fe de esa manera que tenía de dejar la formalidad a un lado y con sus canciones y chistes alegrar a quienes lo rodeaban. Cantaba en quechua, aimara y hasta en guaraní con su querido amigo del alma Juan Díaz Bordenave. Con ambos y otros colegas (Washington Uranga, Daniel Prieto Castillo, Francisco Gutiérrez y Frank Gerace) pude compartir una semana memorable en Santa Fe, Argentina, el año 2005.  Nunca habíamos estado antes todos juntos como en esa ocasión.

Exeni, Aliaga, Beltrán, Gumucio, Peñaranda y Aguirre
Durante varios meses en el año 2013, José Luis Aguirre y yo estuvimos grabando en video a Luis Ramiro, con la intención de hacer un libro que pudiera completar aquel que se quedó en Mis primeros 25 años. Todos los jueves por la tarde venía Luis Ramiro a mi casa, se sentaba en un sillón frente a nosotros, y comenzábamos a interrogarlo, avanzando cronológicamente para ubicar mejor la evolución de su pensamiento. Teníamos en mano su tesis de maestría y su tesis de doctorado, cuyos directores fueron nada menos que David Berlo y Everett Rogers. Una formación de lujo la que tuvo en Estados Unidos con esos pensadores tan importantes a los que, sin embargo, cuestionó con un pensamiento renovado. Poco antes de morir Rogers expresó en una entrevista su deuda con Luis Ramiro y otros pensadores latinoamericanos que con su pensamiento crítico lo ayudaron a revisar su posición “difusionista”.  

Luego de una docena de sesiones de una hora, José Luis y yo decidimos suspender la grabación porque Luis Ramiro se cansaba y él mismo nos decía que su memoria ya no le permitía recordar los detalles que le estábamos preguntando. No era justo someterlo a esa presión.

Estos tres últimos años en la vida de Luis Ramiro estuvieron llenos de homenajes y reconocimientos, lo cual nos alegró profundamente.  No es frecuente ser profeta en su propia tierra, pero Luis Ramiro obtuvo el reconocimiento merecido, ya sea con la publicación de obras con selecciones de sus textos, o con honores, diplomas y medallas que recibía humildemente agradecido.

Su último libro importante fue La comunicación antes de Colón (2009) una investigación pionera que realizó junto a Karina Herrera-Miller, con el apoyo de Esperanza Pinto y Erick Torrico.

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Y en la fina agonía se levanta
Con anhelos de vida, mi otra vida,
Erguida sombra en medio a mi desierto.
—Dora Isella Russell