07 agosto 2015

De tripas, corazón

El género de cine documental se confunde con frecuencia con el de reportaje, pero la película más reciente de Paolo Agazzi sirve para establecer las enormes diferencias existentes entre ambos.

Por una parte el reportaje: circunstancial, rápido, puntual, generalmente armado en torno a un eje de tiempo y espacio invariable, en un estilo informativo antes que de análisis. Por otro, el documental, que es un relato construido con un propósito bien definido, con etapas de desarrollo y niveles complejos de discurso cinematográfico y profundización temática.

Paolo Agazzi ha realizado uno de los documentales mejor pensados del cine boliviano. Y lo ha hecho no solamente como un ejercicio plástico o narrativo, sino como la necesidad de expresar un tema que coloca a la técnica en un plano subsidiario, para servir al relato y no al revés. Cada elemento en este documental está finamente elaborado, de manera que ninguno desmerece al otro. La música (Alejandro Rivas) y la fotografía (Gustavo Soto) son impecables, esta última ligeramente sobreexpuesta para darle más luz y más esperanza al relato, evitando la zona de penumbras.

El tema ha escogido al director y no a la inversa. Y no es un tema cualquiera, sino un tema duro, difícil, pero tratado con extrema delicadeza y pertinencia. Paolo lo introduce poco a poco, sin torpeza ni apresuramiento. No trata de despertar a la fuerza la conciencia del espectador sino de convertirlo gradualmente en cómplice de un viaje sereno de descubrimiento de seres humanos que comparten la desdicha y también la dicha que les ha tocado en el sorteo de la vida.

Así como en este comentario no he dicho aún nada que permita descubrir el tema, así lo introduce Paolo en Corazón de dragón, de una manera pausada, abordando primero a las personas que ofrecen su testimonio de unidad y solidaridad, subrayando valores fundamentales y relaciones humanas antes de describir las circunstancias en los que estos valores se afianzan y crecen.

Y ahora sí, podemos decirlo, este es un documental sobre niños, niñas y familias bolivianas de diferentes condiciones sociales, que padecen de extrañas y poco frecuentes formas de cáncer. Son los niños y las niñas quienes están enfermos, pero son las familias las que padecen la enfermedad en un país donde los hospitales públicos no brindan los servicios adecuados porque el Estado prefiere gastar en la construcción de gigantescos coliseos antes que en los tratamientos que requieren los pacientes cancerosos.

Agazzi describe nueve historias de vida, cada cual más difícil de tratar, pero no se detiene en el tema médico sino en las relaciones afectivas que se tejen dentro de cada familia y con el personal de salud que contribuye a hacer de la vida de esos niños y de sus familias, algo más llevadera. Agazzi evita a lo largo del film lo que él ha llamado en alguna entrevista “la pornografía del dolor y la miseria”, es decir, la exhibición cruda de esa maldita enfermedad.

Creo que uno de los aportes más importantes del documental es precisamente la manera como destaca a la familia: la madre, el padre, el hermano, la tía, la abuela o quienes fueren las personas más cercanas a los niños con cáncer. El papel de la familia es clave, no para sobrellevar la enfermedad con resignación sino para sobreponerse a ella con optimismo y con una energía que solamente puede proceder de la acción común, de la unidad, de la solidaridad y del amor.

El relato del documental fluye mejor gracias a un dragón de origami hecho por Sebastián, quien adolece de una rarísima forma de cáncer en el corazón. Sólo nueve niños en todo el mundo sufren este tipo de cáncer que ataca el músculo estriado, que no es solamente la bomba que impulsa la sangre a través del cuerpo humano, sino el símbolo universal del sentimiento, del compromiso y del amor.

De ahí el título tan apropiado: Corazón de dragón, un corazón de fuego, la idea de que un fuego invencible alimenta el espíritu de quienes luchan contra el cáncer y además, luchan contra el abatimiento y la desesperanza que puede producir el cáncer cuando ataca a niños que apenas están comenzando sus vidas. Lo que importa es voluntad del ser humano de vencer una adversidad tan ubicua y traicionera.  

Sebastián (casualmente su nombre evoca al niño héroe de La historia interminable de Michael Ende, que monta a Falkor, el dragón peludo con cara de perro) y los origami se convierten en leitmotiv del film. Las figuras de papel doblado no solamente adquieren hermosas formas sino que se llenan de vida, se elevan en el cielo y se erigen en vigilantes de los niños con cáncer. Las delicadas figuras son el hilo conductor de la película. El director, con el concurso de un excelente animador (Luigi Barrios), hace que la calidad del relato se eleve.

Con un presupuesto relativamente modesto de 832 mil Bolivianos, Paolo Agazzi ha trabajado cerca de tres años en las etapas de preproducción, producción y post producción, esta última quizás la más compleja. No se podía hacer este film en menos tiempo, como quien sigue las páginas de un guión cualquiera.  La producción tuvo que adaptarse aquí a la disponibilidad de los niños y de las familias. Cuando uno llega al final aparece con los créditos la información de que tres de los niños ya fallecieron en ese lapso de tiempo, y uno de los médicos.

Desde hace mucho tiempo Paolo me hablaba de este film que estaba produciendo poco a poco, sin prisas, y lo hacía con una mezcla de ternura y esperanza que no tenía que ver tanto con su carrera de director de cine en la que ya ha demostrado ampliamente su capacidad y creatividad sino con un proyecto que toca fibras profundas de su ser.

Quien conoce a Paolo (lo conozco desde que puso por primera vez los pies en La Paz, en la oficina de Antonio Eguino), sabe que es un hombre distante y sarcástico, de esos que no tienen pelos en la lengua y que se mete en camisa de once varas cada vez que abre la boca. En este caso, se ha encontrado con la horma de sus zapatos. Tres expresiones populares en hilo, para decir que esta vez Paolo encontró su talón de Aquiles y logró hacer de tripas, corazón. Y ya van cinco.   

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El tiempo se acorta,
pero cada día que reto a este cáncer y sobrevivo,
es una victoria para mí.
Ingrid Bergman