11 febrero 2017

Barroco digital: Luz en la copa

Georges Meliés
El cine experimental tiene una larga historia. Es un cine que incomoda porque no se ajusta a los patrones que ha impuesto el modo de producción del cine comercial, con su epicentro en Hollywood y en las capitales de Europa.

Se llama cine experimental, pero está muy vinculado a las artes plásticas y a la poesía en la medida en que no obedece a reglas y normas, sino a sueños, impulsos lúdicos y deseos. Nace de la motivación de cineastas que quieren narrar historias en un lenguaje desobediente y nervioso.

Desde sus orígenes a fines del siglo XIX el cine tuvo una vocación experimental, como sugieren las obras de Meliés. A medida que la tecnología lo hacía posible los cineastas exploraban con entusiasmo formas de expresión provocadoras y poco convencionales.

Un perro andaluz, de Luis Buñuel
Artistas de otros rumbos, vinculados a la poesía o a las artes plásticas, se convirtieron al cine cuando el rótulo de “cineasta” ni siquiera existía. Vieron en la imagen en movimiento infinitas posibilidades expresivas y sobre todo, un campo de experimentación inagotable.

Sus experimentos permitieron que la técnica avanzara. En ese cine experimental se zambulleron corrientes artísticas como el surrealismo y el dadaísmo, que dejaron obras tan emblemáticas como Un perro andaluz (1929) de Luis Buñuel, donde no aparece ningún perro y menos andaluz. De eso se trataba, de desconcertar y de provocar, de empujar a la pequeña burguesía conservadora fuera de su zona de confort.

A medida que la tecnología inventaba nuevas posibilidades, los artistas exploraban sus límites. Tantos años después, podríamos decir que no hay nada nuevo bajo el sol, que todos los trucos que permite la tecnología ya se han usado y que el cine experimental enfrenta, al igual que el llamado “arte contemporáneo” la crisis de volver a encontrar las historias en el entramado de los trucos.

Hago la digresión anterior a raíz del largometraje de un joven director de cine radicado en Sucre, Alejandro Pereyra Doria Medina, con quien he intercambiado episódicamente en el curso de la última década. Es una persona apasionada por el cine, capaz de invertirse en un proyecto con todo lo que tiene, material y espiritualmente, como prueba Luz en la copa (2016).

Este film exige del espectador una actitud diferente, una voluntad de comprender y una complicidad artística que el cine comercial no demanda, tan empantanado como está en lo espectacular de los efectos y en lo lineal de las historias.

En Luz en la copa el espectador arma su propio rompecabezas, por eso es mejor no leer nada sobre la obra antes de verla. No es un film que pueda traducirse en una sinopsis, por mucho que su autor intente resumir la historia para curarse en salud. En los hechos el espectador es un voyeur al que se le permite adentrarse poco a poco en tres o cuatro historias o planos superpuestos que mientras avanza el film revelan puntos de contacto en un ámbito común que es el espacio urbano de la ciudad de Sucre, transfigurada por el tipo de fotografía y efectos especiales.

No importa si al terminar la proyección hemos logrado armar el rompecabezas, probablemente no. El director desordenó las piezas de manera que hagamos el doble esfuerzo de ver. Lo hizo de manera que los planos se saturan de manera engañosa, se ocultan detrás de velos, contrastes y transparencias. No ayuda el hecho de los los textos que aparecen en pantalla son ilegibles por el tamaño y tipo de letra. ¿Es también deliberado para crear una textura pero no un texto?

No hay artificio técnico que Pereyra no haya utilizado en su obra. Cada imagen es el resultado de múltiples manipulaciones artísticas, a la manera de un collage que se sirve de sobreimpresiones, cámara lenta, time lapse, planos invertidos, noche americana, blanco y negro, saturación de color, distorsiones, pixelados, subexposiciones y sobreexposiciones, entre otros. En el exceso de esa experimentación radica el riesgo de perder lo esencial: ¿qué quiero contar y para qué?

La banda sonora acompaña o hace contrapunto en esa compleja trama visual de trozos con que se desarma un relato para hacerlo elíptico en lugar de lineal. Hay momentos de estridencia y momentos de armonía, como si un demonio juguetón se apoderara de la cámara y del programa de edición. Prefiero los de armonía.

A lo largo de las acrobacias visuales la pregunta que me hacía tenía que ver con el equilibro entre los despliegues técnicos y la historia contada. No me queda claro todavía si Alejandro quería sobre todo contar una historia o de-construirla al extremo de hacerla apenas reconocible. A veces el juguete tecnológico es demasiado seductor.

Mi trayectoria como cineasta pero sobre todo como espectador me trae a la memoria aquello que decía Jean-Luc Godard sobre el travelling como “una cuestión moral”. Cada movimiento de cámara, cada ángulo o cada truco, forma un sintagma cuyos elementos tienen una razón de ser y no deben ser gratuitos. En el cine experimental –en este caso en Luz en la copa- desentrañar los valores de cada frase visual es un ejercicio que exige del espectador un esfuerzo de concentración.

Los momentos de paroxismo visual y auditivo se redimen con momentos de armonía en los que la imagen se limpia de artificios y nos permite conocer a los personajes y comprenderlos mejor. Como en todo cine experimental, el desafío es precisamente no perder la historia y darle vida a los personajes. Creo que Alejandro Pereyra lo logra con momentos de intimidad bien narrados, que permiten al espectador atento abrirse paso entre múltiples capas de velos para llegar al corazón de la trama, a los momentos de crisis o de felicidad de los personajes. Porque hay personajes entrañables, pero no logramos conocerlos mejor. 

Muchas veces el cine experimental se extravía en efectos técnicos que se agotan en sí mismos y convierten a los personajes en figuras acartonadas y mecánicas. En su propuesta, Pereyra trata de mantener la capacidad de introspección de los personajes. Las escenas de los niños, de la pareja joven que descubre el amor o del poeta atribulado por aquella mujer que dejó ir de su vida, sostienen una narración que de otro modo podía ser esquizofrénica.

Alejandro Pereyra Doria Medina
Este ejercicio de barroco digital que toca todos los extremos es quizás el puente que necesita Alejandro Pereyra para descubrir su propia capacidad para contar historias de una manera original, de modo que en el futuro la forma expresiva sirva a la historia en lugar de erosionar su esencia.

No me queda la menor duda de que Luz en la copa es el resultado de un meticuloso y comprometido trabajo de guion, filmación, dirección de actores y edición digital que rehúye todo facilismo y toda tentación banal.
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El estilo es el exterior del contenido y el contenido el interior del estilo,
no pueden ir separados.  —Jean-Luc Godard   


(Publicado en Página Siete el domingo 29 de enero 2017)