26 agosto 2017

Z, la oportunidad perdida

Las aventuras de exploradores en busca de civilizaciones desaparecidas o escondidas en lo más profundo de la selva han alimentado nuestra imaginación desde niños.

Las novelas de Joseph Conrad o las películas de Werner Herzog son prueba de ello por el vigor del lenguaje y la capacidad que tienen de recrear un mundo que nos invita a convertirnos en exploradores distantes pero no menos entusiastas.  En años recientes tuvimos excelentes ejemplos con las exploraciones cinematográficas del colombiano Ciro Guerra en El abrazo de la serpiente (2015) o Yvy Maraey (2013) del boliviano Juan Carlos Valdivia.

Indiana Jones o Tin Tin se suman a ese imaginario colectivo de aventuras que a la población urbana sedentaria la extrae por unas horas de su trajinar cotidiano donde las únicas peripecias son evitar que le roben la billetera en el autobús o llegar tarde a la oficina.

Por ello la oportunidad de ver Z, la ciudad perdida (2016) de James Gray parecía atractiva, más aún cuando la historia transcurre en territorio boliviano, en la frontera amazónica con Brasil.

Son muchas las películas cuyas historias están situadas en Bolivia, y lamentablemente pocas las que han sido filmadas en nuestro país. Las escenas de selva de este film fueron filmadas en locaciones de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta y en el Río Don Diego de Magdalena. Al parecer Bolivia es más interesante como leyenda que como espacio real para filmar.

El tema del libro de David Grann no podía ser más llamativo: la vida del Coronel Percival Harrison Fawcett (1867-1925), militar de honor a quien la Real Sociedad Geológica de Gran Bretaña le encomienda a principios del siglo pasado una tarea delicada y peligrosa: explorar y determinar los límites entre Bolivia y Brasil en la región del Acre, a pedido de ambos países que acababan de enfrentarse en una guerra en la que Bolivia perdió una parte de su territorio amazónico.

Fawcett es un personaje controvertido. Los arqueólogos descartan sus méritos y los historiadores lo califican de un hombre obsesionado por encontrar los rastros de una civilización que nunca existió. Más allá de la encomienda que le dio la Real Sociedad Geológica, Fawcett mostró una testarudez extraordinaria al abandonar a su familia para hacer cinco viajes a América del Sur en busca de su sueño improbable.



Su primera expedición transcurrió entre 1906 y 1912. Partió pobremente equipado y acompañado apenas por un grupo de hombres que sufrieron las consecuencias de adentrarse en la selva para someterse a toda clase de tormentos: hormigas marabunta que acaban con todo lo que encuentran a su paso, infecciones incurables en esos tiempos, fiebres que debilitan y dejan a los hombres en piel y huesos, garrapatas que se hinchan debajo de la piel, mosquitos venenosos y por supuesto víboras otros animales peligrosos de mayor tamaño. Fawcett le puso nombre a algunos de los animales que encontró en su camino: a una araña gigante le puso “apazauca” (las apazancas inofensivas que conocemos hoy) y a un perro-felino le puso “mitla”.

A su regreso a Inglaterra lo recibieron con escepticismo aunque Fawcett aportó algunas pruebas de que su expedición estaba en buen camino para encontrar una civilización perdida que probablemente antecedía a los Incas.  A su hijo le escribió en una carta:

“Espero que las ruinas sean de carácter monolítico, más antigua que los descubrimientos antiguos egipcios. A juzgar por las inscripciones que se encuentran en muchas partes del Brasil, los habitantes utilizan una escritura alfabética parecida a las europeas y a las asiáticas antiguas. Hay rumores que dicen que una extraña fuente de luz sale de sus edificios, un fenómeno que llenó de terror a los indios que decían haberlo visto.”

Se ha calificado a Fawcett como un falsificador sin legitimidad porque creía en poderes paranormales y era proclive a fabricar mitos. Incluso algunos de los que los acompañaron en sus expediciones tenían dudas sobre su estado mental: la obsesión del explorador lo habría enloquecido en el camino.

Fawcett regresó a Inglaterra para participar en la Primera Guerra Mundial, de donde salió con el grado de Coronel para retomar su antigua obsesión: hizo otros viajes más a la zona explorada del Matto Grosso en busca de la ciudad que nunca encontró. En su último intento llevó a su hijo mayor y ambos desaparecieron.

La búsqueda de Fawcett por otros exploradores y aventureros agrandó la leyenda y la hizo mediática, y ahora cinematográfica.

La película debía ser producida e interpretada por Brad Pitt, pero muy a tiempo el actor prefirió quedar solamente como productor y dejar el papel principal a Charlie Hunnam, un Fawcett que parece sobrevivir a todos los peligros en bastante buen estado de salud mientras a izquierda y derecha caen sus compañeros atravesados por flechas o aniquilados por alimañas.

Su encuentro con los indígenas es absolutamente caricatural, pues resulta que estos aislados “salvajes” se pueden comunicar con él en un castellano bastante fluido.

Si de héroes o anti-héroes se trata, uno prefiere a Indiana Jones por sus proezas relatadas con humor, o el enloquecido Klaus Kinski en dos de las emblemáticas obras de Werner Herzog: Aguirre, la cólera de dios (1872) y Fitzcarraldo (1982).  Pero el personaje que construye James Gray es gris como el apellido del director, y el tono general de la película es plano, sin escenas memorables.

Si bien la fotografía es excelente y las locaciones adecuadas, el montaje desperdicia los buenos momentos, no tiene capacidad expresiva, al igual que el personaje principal. El único personaje interesante es Henry Costin que interpreta Robert Pattinson, por una vez alejado de su palidez de vampiro diurno (aunque sus poderes especiales le hubieran servido bien en la selva amazónica).

Así, Z, la ciudad perdida es en realidad una oportunidad perdida. Fawcett, precisamente por su carácter controvertido, se merecía una mejor película donde la exploración del personaje sea tan o más importante que la exploración de la selva.
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La poesía tiene que estar dentro de tu bolsillo,
porque si no sería mejor que te murieras.
—Roberto Echazú