31 marzo 2018

La locura de Diego


Diego Rísquez

Siempre pensé que Diego Rísquez estaba poseído por una fiebre de grandeza. Mientras los demás “superocheros” —cineastas pioneros del Súper 8 como instrumento para hacer cine profesional— usábamos el pequeño formato porque no teníamos una mejor opción para abrirnos un espacio en la producción cinematográfica (el video analógico no era todavía portátil y no tenía calidad técnica), para Diego el Súper 8 era una elección y con esas pequeñas cámaras que los demás sosteníamos con una mano un tanto insegura, él se lanzaba a realizar grandes producciones con actores, vestuarios, locaciones difíciles, escenografía, etc.

Amerika, tierra incógnita (1988)
En su locura yo lo encontraba parecido a Klaus Kinski (alter ego de Werner Herzog) en Aguirre o en Fitzcarraldo (y en otras de sus desmesuradas películas) porque trataba como él de vencer grandes barreras para plasmar la aventura del camino recorrido en películas trascendentes. Mientras Diego hacía obras argumentales ambiciosas como Bolívar, sinfonía tropikal (1979), Orinoko, nuevo mundo (1984) o Amerika, tierra incógnita (1988) los demás realizábamos modestos documentales sobre temas sociales y políticos, con comunidades campesinas y obreras. Hizo con bajo presupuesto películas que lucían como si fueran grandes producciones y así llegó con mucha convicción a festivales de cine industrial a los que los demás no nos hubiéramos siquiera atrevido a presentar nuestras propuestas.

Bolívar, sinfonía tropikal (1979)
Curioso destino del hijo, nieto y bisnieto de médicos, que fueron muy reconocidos en su tiempo, el de escoger la vida incierta de artista múltiple y cineasta, aunque él podría catalogarse como pintor de grandes lienzos históricos en movimiento. Probablemente su adolescencia en Suiza e Italia tuvo que ver con ello, así como sus viajes a países de Asia en la década de 1970. Nunca abandonó su venezolanidad, a pesar de su origen isleño.

Me llevaba apenas un año de ventaja. Nació en 1949 en Juan Griego (cuya sonoridad me parece deliciosa), un puerto de Isla Margarita, con el apellido Rísquez que tiene mucho que ver con el verbo francés “risquer”, que significa arriesgar. Es lo que siempre hizo Diego en su cine, arriesgar. Dicen que quien no arriesga no gana.  Sus apuestas, a decir verdad no lo llevaron tan lejos como él hubiera querido ir —aunque Bolívar, sinfonía tropikal fue seleccionada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes— pero se ganó un lugar respetable en Venezuela, en América Latina y en el circuito independiente internacional. 


Nos frecuentamos a fines de los años 1970 cuando acababa de realizar en Súper 8 su Poema para ser leído bajo el agua (1977), “la historia de amor entre una sirena que llega a la orilla del mar Caribe y el hombre que la conquista”, y A propósito de la luz tropikal, homenaje a Armando Reverón (1978) poema visual en el que muestra su devoción por el gran pintor venezolano. Esa admiración plasmada en el cortometraje se mantuvo durante muchos años hasta que en 2011 pudo realizar con mejores medios una ficción sobre el artista de la luz.


Llamaba mi atención la sustitución de la “c” por “k” en los títulos de sus películas, y me preguntaba por qué nunca dio el paso de hacer lo mismo con su apellido.

Alfredo Anzola, Alfonso Gumucio Dagron y Diego Rísquez, en Isla Margarita
A principios de la década de 1980, cuando estábamos ambos metidos a fondo en la producción de cine Súper 8 y nos dábamos cita un par de veces al año en el circuito de festivales de “superocheros” que incluía Ciudad de México, Caracas, Montréal, Toronto, Bruselas, París y otros destinos más exóticos como el puerto de Kelibia, en Túnez.  De esa red internacional de superochistas o superocheros formaban parte también Rafael Rebollar, Sergio García y Luis Lupone (México), Carlos Castillo y Julio Neri (Venezuela), Mario Piazza (Argentina), entre otros. Hay un par de investigaciones publicadas en años recientes que dan cuenta de esas apuestas sin mucho futuro.

Fue también al borde del mar y en su propia tierra de nacimiento que estuvimos la última vez, en el Festival de Cine Latinoamericano y Caribeño, en Isla Margarita, Venezuela. Estuvimos allí con otros colegas del cine a fines de octubre del 2012. (En la foto, Diego con sombrero y el cineasta Alfredo Anzola, con barba).

El sábado 13 de enero Diego murió en Caracas. Un tumor cerebral se llevó a este compañero de encuentros episódicos y distantes. Le quedó para siempre el mérito de haber sido pionero del cine Súper 8 en su país. 

(Publicado inicialmente en Página Siete, el domingo 4 de marzo 2018) 
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Hay que ser un artista para entender a otro.
Los críticos de arte no se parecen mucho a los grandes pintores.
—Norman Mailer

26 marzo 2018

Banderas de Catalunya


La ventaja de una ciudad diseñada para caminar es que el caminante puede hacerlo mirando hacia el cielo y no hacia el suelo. En La Paz, el “pateador” –como diría mi amigo Miguel Sánchez-Ostiz (a quien tanto le gusta nuestra ciudad)– suele caminar cuidando que sus pies no tropiecen con piedras y agujeros en las aceras rotas, o pisen alguna caca de perro callejero o mascota con dueño mal educado. (En ciudades civilizadas multan a los que no recogen las heces de sus canes).

Por ello, da gusto “patear” ciudades como Barcelona donde uno levanta la mirada para admirar la arquitectura de los edificios y no se topa con una maraña de cables mugrientos mal amarrados en postes clavados torpemente: aquí en Barcelona el cablerío está enterrado, se distribuye bajo tierra sin arruinar el paisaje urbano. 

Y así, una vez más en la capital catalana, veo huellas de la ola independentista que sigue agitando razones y corazones. Son pocos los edificios de vivienda que no tienen en alguna ventana o balcón una senyera catalana colgada en señal de rebeldía. Algunos exhiben también símbolos más elocuentes sobre el sentir republicano. Y pienso, claro, en Luis Espinal, asesinado hace 38 años como hoy. ¿Qué diría?

El sentimiento en favor de la independencia es amplio, a juzgar por las banderas que cuelgan en los barrios de la ciudad. Son inconfundibles las franjas amarillas y rojas de la senyera catalana pero también la bandera estelada con el triángulo azul y una estrella blanca. La estelada fue creada en 1908 por el independentista Vicenc Albert Ballester, inspirado en las banderas de Puerto Rico y de Cuba. La estelada “roja”, donde el triángulo es amarillo en lugar de ser azul y la estrella roja y no blanca, es la bandera de la izquierda radical que se reclama republicana, socialista y anticapitalista. Las variantes incluyen la estelada con estrella verde, de los ambientalistas.

Balcones y ventanas exhiben el “Sí” que fue contundente en el referendo (“ilegal”) del 1 de octubre de 2017, y letreros en los que se pide la excarcelación de los presos políticos y el regreso de los dirigentes catalanes que se exiliaron para evitar las represalias del poder central español. En las aceras se leen palabras alusivas: “Llibertat”.

Sin embargo se nota una dispersión como la que se vivió cuando emergió en toda la península el movimiento de los Indignados que al cabo de unas semanas de acampar en Plaza Catalunya y otros espacios clave de las ciudades españolas, se diluyó como gota de leche en una taza de café.

La oportunidad se presentó a fines de mayo del 2011 para que yo estuviera de paso por Barcelona y en Plaza Catalunya conversé con los indignados. Tenían copada la plaza y cada carpa o puesto de resistencia era también un espacio de debate. Había asambleas multitudinarias con jóvenes y fogosos oradores que nacían a una vida política de corta existencia. Intervinieron a palos los mossos de escuadra y la gota de leche se diluyó en el café cortado.

Ahora, encontré la misma plaza con menos carpas y menos entusiasmo, una ocupación tediosa como la de los familiares de las víctimas de las dictaduras bolivianas que acampan desde hace una década frente al Ministerio de Justicia en La Paz. En Plaza Catalunya casi todas las carpas están cerradas, solo falta el letrero: “vuelvo más tarde”.

En el fútbol también se expresa la pasión independentista de muchos catalanes. Hacía cuatro décadas, por lo menos, que yo no iba a un estadio, pero esta vez valía la pena hacerlo para asistir en el Camp Nou al partido entre el Barcelona y el Athletic Club de Bilbao. Tarde memorable en un estadio repleto con 84 mil espectadores, "militantes" activos del Barça, incluyendo grupos radicales que agitaban grandes banderas republicanas y que en el primero y en el segundo tiempo del partido, cuando el reloj marcaba el minuto 17:14 cantaban en coro: "libertad" e "independencia", recordando el año 1714 en que Barcelona cayó frente a las tropas borbónicas y Felipe V abolió las instituciones catalanas.


Las manifestaciones en el Camp Nou son vehementes cuando se juega el clásico con el Real Madrid (allí nació la tradición en 2012) pero se ha convertido en una práctica común en todos los partidos, incluso ahora que el Barça enfrentaba a un equipo de otra región autonómica: el País Vasco, que ha luchado durante mucho tiempo contra el poder centralizado de Madrid.

En Bolivia nos encanta opinar sobre el derecho (o no) a la independencia de Catalunya, como si fuéramos súbditos de la corona y conociéramos mucho sobre el tema. A nadie le preocupó, en cambio, que Yugoslavia se hiciera pedazos. Yo cada vez entiendo menos y me limito a describir las señales que veo en esta ciudad en la que la primavera pugna por despuntar.

Y acabo con puntos suspensivos mientras en el Parlamento de Catalunya se produce el debate sobre la investidura de Jordi Turull (delegado por Puigdemont) como nuevo presidente de la región, y se fracturan las alianzas…

(Publicado inicialmente en Página Siete el sábado 24 de marzo 2018)
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Que hablen aunque no sepan de qué, aunque no tengan nada que decirse.
Porque nunca se habla lo suficiente cuando hay voluntad de solucionar cosas.
—Joan Manuel Serrat