22 abril 2018

Jukus, intolerancia y violencia


Siempre he sentido el impulso de ver películas nacionales, y no lo digo como primer historiador de nuestra cinematografía, ni como crítico de cine con cuatro décadas y media de ejercicio, ni como cineasta. Lo digo como boliviano que se interesa en nuestra producción cultural y que ha tiene la certeza de que la verdadera reserva moral que tiene nuestro país está en quienes producen cultura.

Ojo, que el origen etimológico de la palabra “cultura” no se reduce a las artes, sino al digno proceso de cultivar, y ello incluye desde una pieza de teatro hasta una luminosa planta de quinua. Cultivar es por definición lo contrario que extraer, por ello la agricultura es el polo opuesto del extractivismo, aunque la mentalidad extractivista a veces se impone en la agricultura.

Durante la filmación de Jukus, de Rubén Pacheco
En este país dominado por el extractivismo, admiro a quienes cultivan valores humanos y corren riesgos para llevar adelante actividades tan poco rentables, casi suicidas, como escribir libros, hacer películas o sembrar árboles frutales. Primero cultivan valores y reafirman convicciones, por ese camino ha andado lo mejor del cine nacional.

Por ello no podía dejar pasar la primera proyección de Jukus (2018), de Rubén Pacheco otro esfuerzo entusiasta de los que han caracterizado siempre al cine boliviano. Se trata de una película honesta y digna, “imperfecta” en el buen sentido, el de Julio García Espinoza.

Ha sido un acierto del director y guionista situar el argumento en el año 1972 en Huanuni, en pleno auge de los precios del estaño y en el periodo inicial de la dictadura de Banzer. No se podría situar una película de esta naturaleza en 2017 cuando los minerales tradicionales han sido desplazados por el extractivismo gasífero, pero curiosamente la atmósfera que muestra el film es ya entonces una de deterioro físico y moral, una atmósfera de decadencia y de violencia a veces contenida, a veces expresada en frases hirientes y a veces en acciones sangrientas.

Durante la filmación de Jukus, de Rubén Pacheco
El hilo narrativo principal es complejo, pues habla de los ladrones de minerales que roban al Estado pero también a los trabajadores honestos de la empresa estatal. Los “jukus” o “lobos” ingresan de noche a los socavones para robar el mineral que han dejado los mineros al finalizar su jornada de trabajo. (Me llamó la atención que no hubiera un tercer turno, nocturno, como solía haber en las minas que conocí en esos años).

El conflicto moral está marcado por el protagonista, un joven amigo de jukus que se niega a participar en los robos porque su padre (Luis Bredow) era guardia de seguridad de la mina y fue asesinado con un balazo por los ladrones de minerales. Ese guardia de seguridad –que se convierte en el narrador en “off” de la historia- pertenecía a otros tiempos, apenas podía percatarse de la salida de jukus a sus espaldas, y en uno de los intentos para impedirlo muere baleado, algo que marca al personaje principal para el resto de sus días. Las escenas en flash-back muestran la relación que existía entre el protagonista cuando era niño y su padre (que podría ser su abuelo) y el legado de honestidad que le dejó.

Luis Bredow
En la trama se desarrollan tres ejes dramáticos que se entrelazan alrededor del tronco común que es la violencia y la intolerancia:

Por una parte, el más obvio y violento: la seguridad de la empresa está manejada por pistoleros que no dudan en matar a “lobos” cuando los pillan. Liderados por un pistolero sádico, su propósito es hacer desaparecer físicamente a todos los ladrones de mineral.

El segundo eje es el deseo del joven protagonista por la prostituta del pueblo, a la que no puede tener porque no tiene dinero. Aquí el conflicto subraya la relación entre la violencia y el poder: el protagonista es demasiado débil para competir con los que poseen a esa mujer, y sus fantasías de tenerla con él en la cama (que en la película se reiteran más de una vez como sueños mojados), no son sino su deseo de tener más poder y estatus social.

En el tercer eje, que es de alguna manera el que otorga al film un aire purificador, el matrimonio entre dos hermanos causa tal indignación a la moral hipócrita del pueblo de Huanuni, que los ciudadanos enardecidos linchan a la pareja en una hoguera, como en los mejores tiempos de la inquisición.

Esos tres ejes están cruzados transversalmente por una atmósfera de intolerancia y de violencia física o verbal que se manifiesta desde las primeras escenas del film, cuando el protagonista compra una bicicleta y recibe de las vendedoras un trato displicente que es muy característico y “normal” en nuestro país.

La violencia contenida aflora en las miradas de los amigos “lobos” del personaje, que quieren vengar, muerte por muerte, a sus amigos asesinados por los agentes de la seguridad de la empresa minera. Lo logran, con la complicidad de uno de esos guardias de seguridad interpretado en tono estridente por Juan Carlos Aduviri. Su personaje, y algún otro, es caricatural, sin sutileza (lentes oscuros de mafioso, sobreactuado).

Mientras los hechos de violencia se suceden, la pareja inmortalizada por el fuego (ella de un blanco impecable) no deja de recorrer las calles polvorientas de la ciudad nacido como campamento minero, donde la silicosis compite con las balas y los dinamitazos. Esa pareja incestuosa es el símbolo de la tolerancia, que se opone a lo cotidiano de la violencia.

El largometraje no es, sin embargo, un relato moral, sino una historia que hace pensar en las muy limitadas oportunidades de vivir una vida diferente que tenían los jóvenes en los campamentos mineros, y en eso la referencia a Viejo calavera de Kiro Russo es inevitable, aunque el personaje del largometraje de Russo sea más complejo, menos lineal.

Quizás el eslabón más débil del largometraje de Rubén Pacheco sea precisamente el de personajes a veces caricaturales y otras sin espesor sicológico verosímil. Y quizás la debilidad más notable sea la música, no por deficiente sino porque está demasiado presente a lo largo del film, como disputándole lugar al protagonista.  En cambio en lo positivo destaca la fotografía de Milton Guzmán, trabajada con mucha sensibilidad y fuerza. El uso de la luz natural es sobresaliente en escenas filmadas al final de la tarde, cuando el sol rasante satura los colores.
 
Equipo de filmación y actores de Jukus (2018)
Rubén Pacheco demuestra que el tema minero en el cine es inagotable, y que las representaciones no tienen que ser necesariamente heroicas ni ejemplares. El cine boliviano está en un nuevo momento de búsqueda y de propuesta, y eso es sano aunque el público, demasiado domesticado por las superproducciones de Hollywood, le de la espalda.

(Publicado en Página Siete el domingo 18 de marzo 2018) 
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Lo que con mucho trabajo se adquiere, más se ama.
—Aristóteles.